Ensayo sobre la ridiculez

A Saramago, por darme con lucidez e inteligencia el mejor titulo para este relato.


Ébano:
Si me detengo segurito termino muerto, bien muerto, en algún rincón de este solitario callejón.
Shhh… no hagan bulla, no digan ni una sola palabra que pueda, de hecho, ser usada en mi contra.
Shhh… les digo que no hablen.
Okey.
Estamos bien.
Y mejor me quedo aquí, calladito, respirando lento, lo necesario para no morir estúpidamente asfixiado. Y a ver como nos toca de ahora en los próximos minutos. Y a ver si me perdonan, por ahora, mi honorable existencia, y comprendan que no tuve nada que ver con aquel vergonzoso acontecimiento que sacude, cual terremoto, los cimientos de tan inmaculada institución en tan pura y bien nombrada avenida limeña. Ay, si, porfis, se lo pido en nombre de la santisisisima virgentisisima virgen María, perdónenme. No hubiera hecho nada si la señito Juana, con tan regordeta cara y vientre a punto de reventar de tantos tacus tacus que se come cada hora, no me convencía a probar cada uno de sus potajes selváticos –con mucho ají, por favor, que bien sabe no puedo ingerir nada si no pica dos veces- ; y luego llevándome mesa por mesa a brindar y brindar con cada uno de los presentes –como su futuro yerno, el padre de sus futuros nietos; con esos ojitos tan marroncitos y ese pelito tan castaño que hasta ruboriza tocarlos-. Y yo caminaba y caminaba, dejándome llevar por aquella suegrita con cara redonda y apetito de sociedad. Y esa sociedad que no me conoce pero pretende saberlo todo con solo verme los ojos y con solo preguntarme si alguna vez leí a Coelho y Vargas Llosa; que buscan darme consejos de cómo ser un buen escritor peruano o que mejor lo vuelva un hobbie, en tus tiempos libres, cariño, para que no descuides tus estudios. Y yo, siempre atento, si, señora; como usted diga, señora; tiene toda la razón, señora; no se preocupe, señora. Y blah, blah, blah, y dale y dale con los “salud” y el “come, come, que hay comida para alimentar a todo África”. Si, de todas formas, estábamos en una fiesta, y es de esperar que la gente coma y baile y beba cerveza.
Sigo escondido, sudando frio, respirando a medias.
De pronto, algo en mi interior me recordaba que era hora de ir al baño a devolverle a la naturaleza lo que con tanto cariño nos había regalado esa maravillosa noche, y me hice de pie y, antes del tercer paso, mi queridisisima suegrita, que dios no olvide de recogerla lo antes posible, me advierte que aun hay muchos invitados a quien conocer y de quien escuchar consejos sobre lo buena que será mi boda. Vuelvo el rostro, desesperado, pero ella, mi futura esposa, baila con sus primos, olvidándose, de esa manera, que yo existo, y que, para colmo, al lado de su madre. La señora me lleva por todas la mesas mientras ajusto lo que se debe ajustar en esos momentos, y trato de contar ovejitas o carneritos o vaquitas o lo que sea que pueda ayudarme en ese cruel trance de la vida.
Ahora lloro, avergonzado y perezoso de los recuerdos pasados, mientras espero que la llovizna limeña se detenga de una buena vez para regresar a casa y lavarme lo que debo lavarme y meterme una escandalosa paja por los daños perpetrados y en pos de una buena salud mental.
Aprieto y ¡AY! Que duele, y ¡AY!, mamá por qué no estás por aquí pa’ meterle un par de golpecitos en la barriga a esta señora que quiere expulse la vergüenza en la mitad de su fina sala de Miraflores. Y aprieto y: mucho gusto, Ébano, encantado de conocerlos, señores. Y aprieto mientras me dan más comida: no gracias, no hace falta. Come, hombre de dios, aun queda mucho por probar. Como usted diga, señora. Y sigo apretando y algo en mi estomago revienta, de pronto, y baja en picada por un intestino con algún nombre que no recuerdo por la vergüenza, pero sigue el trayecto; y ajusto con todas mis fuerzas, sudoroso, pero su fuerza es sobrehumana y escapa en ese ultimo y poderoso sonido que nos recuerda que los humanos estamos hechos de algo más de ojos bonitos y labios rosaditos. De pronto soy libre –al igual que mi apestosa flatulencia- , y todo el mundo sabe que como libre que soy y seré he perpetrado el peor acto público que en vida podrá ocurrir. Busco a mi novia con la mirada. La veo. Pero ella parece no verme porque se vuelve de espaldas. Yo me pregunto cómo demonios pude ser oído con tanto escándalo musical, pero las personas siempre tienen sus métodos para escuchar aun cuando la bulla es muy fuerte. Entonces corro. Salgo, un líquido calentito se desliza delicadamente por mi pierna derecha. Comprendo fue algo más. Maldita sea. La cague –y cuando digo “cague”, es literal-
Ya no llueve. Regreso a casa. Necesito bañarme. A ver si sigo vivo para antes de las seis de la mañana.
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